Nota aclaratoria: Los personajes y los hechos narrados en este artículo son producto de la imaginación del autor y solo tienen fines pedagógicos.
Doña Rosa María Novoa Cárdenas (doña Rosita, como todos la llamaban), es una colombiana como muchas otras, trabajadora y echada pa´lante. De joven, conoció a un apuesto caballero de origen libanés, quien, por ese tiempo, descendió de un barco cargado de inmigrantes procedente de lejanas tierras que atracó en el viejo muelle de Puerto Colombia. De inmediato la cautivaron con sus enormes ojos verdes, sus cejas pobladas, su porte atlético y ese perfil típico que los varones del medio oriente poseen. El idioma no fue una barrera, ya que este astuto y hábil caballero, que venía dispuesto a “comerse el mundo” aprendió rápidamente a hablar en español.
Para ese entonces, doña Rosita era una hermosa jovencita que trabajaba en la oficina de telégrafos de Puerto Colombia y que, por motivo de su trabajo, veía llegar, casi todos los días, a muchos migrantes de todas partes del mundo, quienes bajaban por las escaleras de esos grandes barcos con una maleta cargada de sueños, ilusiones y con muchos recuerdos de sus familiares a quienes dejaron del otro lado del océano.
Aquella relación fue tan hermosa, pero tan corta al mismo tiempo, ya que este apuesto inmigrante moriría pocos años después como resultado de una neumonía. Fruto de aquella relación, quedaron dos precisos hijos: Faisal y Antara Yasbeck Novoa. El tiempo pasó, doña Rosita se repuso a medias de su duelo, siguió trabajando año tras año en la oficina de telégrafos hasta que se cumplió la edad para pensionarse. Se dedicó a disfrutar de su bien merecida pensión y a pasar el mayor tiempo posible haciendo lo que más amaba, estar con sus hijos y con sus nietos. Cierto día, su hija Antara, noto que su mamá estaba presentando algunos signos de alucinaciones, agitación y delirios. La llevaron inmediatamente donde el especialista, quien le ordenó unos estudios radiográficos. Con los resultados en la mano, el médico les dio la triste noticia a sus hijos:
—Doña Rosita tiene enfermedad de Alzheimer, y está en estado degenerativo, poco a poco irá perdiendo todas las facultades mentales—.
Antara y Faisal quedaron anonadados con la noticia. Entraron en una etapa de negación. Doña Rosita siempre había gozado de buena salud, además, su mamá nunca se había quejado ni de un dolor en la uña. Había sido muy buena administradora de su dinero, tan buena, que este le alcanzaba y siempre tenía consigo uno que otro billete de alta numeración, a pesar de que, por aquella época, el pago a los empleados públicos era muy irregular y a veces les alcanzaban a adeudar varias mesadas. Dicha disciplina financiera, permitió que doña Rosita adquiriera algunos inmuebles y manejara con absoluta precisión su cuenta bancaria.
Sus hijos, asesorados por un abogado especialista en derecho de familia, llevaron a su mamá, aún con algunas facultades mentales, al centro de conciliación de Puerto Colombia y diligenciaron, en compañía de su abogado y del conciliador, un documento conocido como: Acuerdo de apoyo y directivas anticipadas.
El documento de acuerdo de apoyo les permite a los hijos de doña Rosita: Comprar y vender propiedades, ya que los facultaba para realizar tales actividades comerciales, así como administrar sus bienes, revisar y firmar contratos, manifestar y expresar la voluntad de doña Rosita, crear empresa, hacer solicitudes ante los bancos u otras entidades financieras, negociar deudas (si las hubiese), contraer matrimonio o divorciarse (en este caso no aplica para doña Rosita), crear testamentos y por último ceder derechos de autor (en caso de que doña Rosita los tuviera).
Diligenciaron, también, un formato de celebración de directivas anticipadas, debido a que doña Rosita, cuando empezó a tener los primeros síntomas del Alzheimer, había manifestado su voluntad al respecto del manejo médico de su enfermedad; por ejemplo, había dicho en reiteradas ocasiones que no quería que utilizaran en ella métodos artificiales para prolongar la vida, como la ventilación mecánica, amputación de algún miembro o medicamentos muy fuertes, prefería —dicho por ella misma en uno de sus momentos de lucidez— morir tranquila.
La enfermedad de doña Rosita siguió su curso sin reversa, tal como lo hace un río desde la montaña donde nace hasta el mar en el que desemboca. Perdió la totalidad de sus facultades mentales. Sus hijos se hicieron cargo de sus bienes, tal como quedó estipulado en los documentos mencionados arriba. Una mañana de abril, el corazón de doña Rosita dejo de latir, su alma voló hacia el infinito, hacia el lugar reservado para personas como ella. Allá la esperaba su amado libanés con los brazos abiertos. Su amor en la tierra había sido corto, ahora tenían toda una eternidad para amarse. Vivieron su amor, ya no en el plano humano, sino en el plano espiritual, viendo desde las alturas a sus hijos y nietos, transitar su caminar por la vida y enviándole sus mejores deseos.