Nota aclaratoria: Los personajes y las situaciones que se presentan en este artículo son producto de la imaginación del autor y se utiliza solo con fines pedagógicos.
Dice una expresión popular:
“El marinero, en cada puerto tiene un amor”
Pues esa parece ser la historia de don José Miguel Pardo Molina, quien se desempeñó por muchos años como capitán de un planchón que surcaba las aguas de los ríos magdalena y cauca, a quien todos, a lo largo y ancho de las riveras de estos cuerpos de agua, lo conocían cariñosamente como “El capi”. Estaba casado con doña Matilde Lina Mosquera Valencia, “la niña Maty”, como la llamaban quienes la conocían y de cuyo vientre habían nacido 10 hijos, a quienes apodaban “los terneros” porque cada uno de ellos, cuando fueron dados a luz, pesaban y median más de lo que el promedio de un recién nacido tiene. Todos los hijos que el capi tuvo con la niña Maty nacieron en una región de la costa atlántica conocida como la mojana sucreña.
Sin embargo, en esos ires y venires del capi por esos pueblos y caseríos en el bajo magdalena, y de estar comandando su planchón aguas arriba y aguas abajo en estas dos arterias fluviales, empezó a disfrutar de los placeres del amor, sosteniendo tórridos romances con algunas señoritas residentes en los municipios del Banco, Guamal, Magangué y Calamar, de los cuales nacieron los respectivos vástagos.
El capi era un conservador de pura cepa, que se sabía de memoria varios discursos de Laureano Gómez y sólo leía el periódico El Siglo porque según él, era el único que decía la verdad, era también un hombre profundamente católico —y un tanto supersticioso—por ende, no quería que ninguno de sus hijos, tanto los del matrimonio, como los extramatrimoniales, se quedaran sin recibir el sacramento del bautismo, sentía que, si no lo hacía, algo grave les sobrevendría, y eso, sí que no lo quería ni para él, ni para ningún miembro de su familia, por tanto, a todos reconoció.
Lo primero que hizo el capi fue contarle toda la verdad a la niña Maty, esta, aunque le dolió muchísimo conocer tan duro relato, lo aceptó con resignación típica de las mujeres de su época. Lloró mucho por varios días (hasta se emborrachó, según dicen las malas lenguas), pero al final de todo, resalto el acto de valentía de su marido, sabía que muy pocos hombres tenían tanta gallardía para admitirlo y le agradeció que fuera por boca de él, y no por boca de otro, que supo toda la verdad.
El capi, después de haber hecho un mea culpa, después de haber exorcizado todos sus demonios, fue a todas estas poblaciones donde habían nacidos sus hijos extramatrimoniales, pueblo tras pueblo, realizando el mismo procedimiento en cada uno, recoger a la madre de cada uno de los niños, dos testigos (que por general eran subalternos suyos en el planchón) y dirigirse a la notaria del pueblo a diligenciar el registro civil de nacimiento.
Este documento lo realizó de forma voluntaria, irrevocable e irrescindible, ya que dicho acto se considera personalísimo (realizado solo por el padre y no se puede delegar en una tercera persona). A partir de la formalización del registro civil de cada uno de sus hijos extramatrimoniales, se iniciaron los respectivos derechos civiles sobre cada uno de los hijos, fijando no solo una cuota por alimentación, sino la posibilidad de que sus hijos extramatrimoniales se relacionaran con sus otros 10 hijos.
El tiempo pasó, y la relación del capi con sus hijos se fue fortaleciendo. Sus hijos extramatrimoniales pasaban algunas temporadas con sus hermanos en la mojana sucreña. De los 16 hijos que en total tuvo el capi, 9 pudieron tener algún título universitario, los otros, se dedicaron a actividades relacionadas con el comercio, la agricultura y la ganadería.
El capi moriría mucho después como resultado de un infarto. Sus hijos, 16 en total, su viuda y sus nietos, asistieron a su funeral a darle el último adiós, después de los mismos, y pasadas las nueve noches, se reunieron para comenzar el proceso de sucesión y repartir de manera equitativa los bienes que su padre había de adquirir en vida.
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